Historia Capitulo 1

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a vida transcurría y sucedía gracias a los ciclos del agua. Los Yariguíes conocían como la palma de su mano este territorio, su hogar. La comprensión precisa de su espacio les permitía cazar, pescar, sembrar y tener sus viviendas en las zonas montañosas, sin asentarse exclusivamente en las riberas del río. Pero lo que para ellos era una cotidianidad de abundancia, para los colonizadores españoles y para los criollos era la exuberancia de lo desconocido:

(...) grandes ciénagas que brillan como espejos, con selvas seculares, cerros con elevados escarpes coronados de rocas, donde hierve un mundo entero de animales salvajes y reptiles enormes; un territorio donde todo es colosal y exuberante de aires puro y población dedicada a las tareas agrícolas; donde dominan los ramales en los que se divide la cordillera, rotos e irregulares que luchan por no sumergirse en los múltiples pantanos que son revolcados por el río Sogamoso que los encuentra y corta con su irresistible curso despedazando el cerro de La Paz, la última barrera que atraviesa hasta perderse en el río Magdalena.
Manuel Ancízar, 1851.
Y no solo eso, sino también los frutos de la tierra y los árboles como el aguacate, el cacao, el plátano… y tantos otros manjares que deleitaban el paladar de la etnia Yariguí, quienes utilizaban el maíz en comidas como la arepa y otras preparaciones que se llenaban del sabor de los tiestos de barro. Era también un sabor exótico para los explotadores, quienes lo calificaban como avinagrado, tal como el de la bogua.
Por supuesto los desencuentros y las sorpresas no fueron solo culinarias. El primer encuentro entre los Yariguíes y los colonizadores españoles fue en el año 1536, cuando Colombia era el Nuevo Reino de Granada y el colonizador Gonzalo Jiménez de Quesada, con el claro objetivo de hacer progresar este territorio desde una visión eurocentrista única y dominante, llegó al sitio entonces conocido como La Tora, ahora Barrancabermeja.
De un momento a otro y sin pensarlo, el mundo que conocían los Yariguíes se derrumbaba. Muchos de los hijos del río morían por las enfermedades traídas del otro lado del océano, mientras tantos otros eran torturados y asesinados para quitarles sus tierras, como el cacique Pipatón, su esposa, la cacica Yarima, y toda su familia. Ellos son símbolos de la resistencia porque defendieron su territorio hasta el último día de sus vidas, transitando un camino angustioso con la frente en alto, resistiendo y persistiendo por conservar su hogar, el lugar que les pertenecía y que les daba todo.

La vida para los hijos del río cambió con el choque de dos mundos, dos realidades que querían habitar el mismo lugar, dos imaginarios totalmente opuestos en su concepción sobre la vida que desataron una guerra. Y la muerte se hizo presente, más presente que nunca. Mientras los Yariguíes veían en la abundancia de su hogar el buen vivir y el futuro de sucesivas generaciones, los colonizadores querían esta abundancia dominada, domesticada y explotada para el progreso, por lo que avanzaban en el control territorial y en la búsqueda de recursos que pudieran explotar, un botín por reclamar. Allí apareció un trofeo inesperado que se convirtió en la fuente más apetecida de riqueza, el petróleo.

Una jornada delante de Latora, donde van a desembarcar los bergantines, hay una fuente de betún que es un pozo que hierve y corre fuera de la tierra y está situado entrando por el bosque al pie de la sierra y es de gran cantidad y espeso licor y los indios tráenlo a sus casas y úntanse con este betún porque le hallan bueno para quitar el cansancio y fortalecer las piernas, y de este licor negro y de olor de pez y peor, sírvense de este los cristianos para brear sus bergantines. A este lugar en la confluencia de los ríos La Colorada y Oponcito, se le llamó Infantas, en honor de las hijas del Rey de España.
Hernán Vásquez, 1994.

Este oro negro no deslumbraba con su brillo, pero los colonos se ilusionaron cuando encontraron manaderos de petróleo, y vieron que ese material, incluso sin refinar, servía para mojar mechas de trapo y mantener un fuego continuo en ellas. En varios lugares de la cuenca encontraron otros pozos de distinta extensión con petróleo superficial, pero también compactado. En ese momento se marcó a la cuenca del río Sogamoso como un lugar idóneo para la extracción y refinamiento del crudo. Estos hechos fueron conocidos por Roberto de Mares, quien en 1905 tramitaría frente a la Nación los permisos y concesiones para iniciar exploraciones en pos de la explotación petrolífera en esta zona del país.

Para quedarse con el botín, los colonizadores construyeron y alimentaron la falsa creencia de que los habitantes de estas tierras eran salvajes y antropófagos que atacaban a quien se encontraban a su paso.

Su hogar y toda su forma de vida quedó amenazada cuando españoles, alemanes y criollos se empeñaron en evangelizarlos e imponerles sus creencias e intereses violentamente, además, con todo el respaldo del Estado. Para ello, a mediados del siglo XIX las “Políticas de reducción, civilización y catequización de indígenas”, alcanzaron su máxima expresión en la Ley 89 de 1890 que especificaba “la forma como deben ser gobernados los salvajes que se reduzcan a la vida civilizada”.

Conquista y pacificación fueron la regla de aquellos usurpadores, que mantuvieron la clara estrategia de calificar la resistencia indígena como irracional, salvaje y violenta, con el fin de justificar su exterminio y todos los hechos atroces cometidos contra la población nativa. Fue un discurso de estigmatización que volverá a aparecer en esta historia como parte de las estrategias para dominar el territorio.

Las exploraciones aceleraron la creación de caminos y carreteras para domesticar la selva, lograr mayor control territorial, acaparar tierras y recibir el usufructo de los bienes naturales de la zona a través de las rutas comerciales, que serían aprovechadas por el Estado y empresarios, incluyendo la ruta fluvial del río Sogamoso.
Era muy significativo el papel del río Sogamoso como escenario de disputas, tanto por la existencia de petróleo como por ser una vía privilegiada para el transporte hacia y desde el río Magdalena que conectaba a provincias y villas, especialmente con el importante centro comercial de Santa Cruz de Mompox y toda la zona del Magdalena Medio, desde donde se distribuían hacia el exterior productos como sombreros, tabaco, cacao, café, quina y oro.
Crear vías ayudó al asentamiento definitivo de empresarios y emprendedores que llegaron incentivados por el Estado, que les otorgó las tierras despojadas a los Yariguíes a aquellos que estuvieran dispuestos a trasladarse a Santander para convertirse en propietarios y abrir la zona al desarrollo desde la mirada occidental.

Esa percepción de que las tierras estaban vacías y no le pertenecían a nadie fue una excusa que usó el Estado para denominarlas baldías y así legitimar y legalizar el saqueo de los Yariguíes. Por ejemplo, el Código Fiscal (artículo 868 de la Ley 106 de 1873) estableció que las tierras baldías eran terrenos que podían ser concedidos como pago o compensación a quienes estaban abriendo vías para el desarrollo, es decir, aquellos empresarios que construían caminos para facilitar el comercio en la zona. También se entregaron como estímulo para la permanencia de familias en los asentamientos cercanos a los propios caminos o se vendieron al mejor postor para generarle ingresos al Estado.

Para las últimas tres décadas del siglo XIX, no solo eran los indígenas sino también campesinos quienes eran despojados de lo poco que tenían, cuando el Estado entregaba sus tierras como baldíos, a pesar de que por más de 40 años en estos terrenos esas familias habían construidos sus vidas, tenían casas, cacaotales y árboles frutales.

Ranchos de paja, rastrojos y terrenos, caseríos, casas de teja y potreros hacían parte de aquel espacio utilizado, ampliado o disminuido por las variaciones de los caminos (…) poseían plantíos de cacao, yuca, plátano, nacuma, casa pajiza para habitación, con su mobiliario y algunas herramientas de agricultura, potreros con pastos naturales y pastos cultivados con 121 reses vacunas, siete mulas, tres yeguas, un caballo, un burro y cinco marranos” cuyo valor se estimaba en diez y ocho mil pesos sencillos.
Fondo Judicial de Bucaramanga, 1877.

La compensación con tierras baldías no solo se reflejó en contratos y leyes para incentivar la construcción de vías, también fue el gran impulso para la constitución de haciendas, un modelo clásico de organización territorial basado en el latifundio, herencia de las antiguas encomiendas coloniales. Empresarios extranjeros y nacionales, convertidos en hacendatarios, lograron consolidar una red o circuito comercial que abarcó gran parte de los terrenos localizados en la cuenca del Sogamoso.

12.000 y 10.000 hectáreas son cifras que corresponden a la extensión de terrenos baldíos que fueron otorgados al empresario alemán Geo von Lengerke, junto con un contrato para hacer un camino de herradura desde Zapatoca hasta Barrancabermeja y otro para los caminos que conectaran a Girón con la Ceiba, en la parte oriental del río Sogamoso. Una de sus haciendas fue la Montebello, fundada en 1863 y por la cual los caminos de Barrancabermeja y Sogamoso se unieron para dar paso al punto conocido como El Tablazo.
La construcción de la hacienda Montebello es un ejemplo del imaginario del desarrollo en la cuenca del río Sogamoso, en el cual el poblamiento, acompañado de un incremento de la productividad de esas tierras y de obras de infraestructura para apoyar una economía exportadora a través del río Magdalena, eran los ejes centrales de ese modelo de crecimiento y progreso.
Los imaginarios son proyecciones que se hacen sobre el futuro del territorio y que en este caso corresponden a la primera visión de Geo von Lengerke, la cual heredaron los que se adueñaron del territorio tiempo después: otros empresarios y terratenientes, ahora no solo en alianza con el Estado sino también con actores armados legales e ilegales.

Y así es como von Lengerke empezó a ser considerado un ejemplo a seguir por ser “fundador de pueblos, ingeniero constructor de trochas, caminos y de puentes, impulsador del comercio y de la exportación, creador de riquezas, investigador de la naturaleza, domeñador de tribus indígenas” (Higuera, C., 2014).

Ese proceder es lo que sustenta el imaginario de progreso, que además empieza a marcar una idea de la ‘santandereanidad’ basada en la explotación de la naturaleza como un necesidad para el desarrollo. Esa idea se ha asentado tanto en la sociedad que persiste en la actualidad. Por ejemplo, fue profundizada por los siguientes propietarios de la hacienda de von Lengerke, la familia Higuera Escalante, que ha buscado por vías electorales, empresariales e incluso a través de alianzas con actores armados, hacer realidad esta mirada dominante del desarrollo en donde el petróleo, la palma, la ganadería, la minería, Hidrosogamoso y el turismo, son la columna vertebral.
Estos proyectos han terminado por hacer de la naturaleza escenario, botín y víctima del conflicto, pues la transformación del territorio solo fue posible mediante el desplazamiento, despojo y exterminio de la comunidad asentada allí. No solo se trató de los Yariguíes, sino también de otros actores sociales que se iban oponiendo al accionar de las élites dominantes. Entre estas resistencias, la Rebelión de los Comuneros en 1781 reflejaba el inconformismo por el incremento de impuestos a productos como el tabaco, la sal y los textiles.
La cuenca del río Sogamoso fue también escenario del conflicto cuando guerrillas populares tuvieron presencia durante la Guerra de los Mil Días que dividía al país en dos bandos políticos: conservadores y liberales. Estas guerrillas serían la de Betulia, la de la Niebla, la de Zapatoca, la de Simacota y la del Hatillo. Durante esta guerra ambos bandos buscaron controlar el corredor militar desde Palonegro hasta el río Sogamoso, por ello en 1900 el general liberal Gabriel Vargas se dispuso a llegar a Santander desde Bogotá. En su travesía fueron sorprendidos por las fuerzas del gobierno conservador antes de cumplir con su objetivo, cruzar el río Sogamoso. En este encuentro, la mitad de los hombres murieron en el bombardeo y la otra mitad logró cruzar el río de la mano del militar Rafael Uribe Uribe. Este hombre atacó sin éxito a los conservadores y su equipo quedó reducido a 4 personas que escaparon por el Magdalena hacia Venezuela.

Pese a todo esto y la resistencia del momento, los exploradores continuaban explotando el territorio. Como mencionamos, a Roberto de Mares, explorador de quina que llegó a Barrancabermeja por el descubrimiento del manadero de Infantas, el Estado le adjudicaría la famosa Concesión de Mares en 1905..

Esta Concesión marca un punto clave en esta historia, ya que puede ser definida como la primera empresa extractiva de larga data que se asentó en la región y modificó las dinámicas económicas y sociales de la cuenca, constituyéndose una economía de enclave. Las tierras otorgadas a esta empresa se situaban al frente del río Magdalena en Santander; sus límites eran el río Sogamoso en el norte, la Cordillera Oriental hacia el oriente y hacia el sur el río Carare (Vásquez, 1994, p. 102) sumando unos 1.300 acres. Los pozos que levantaron estaban en su mayoría ubicados entre el río Colorado y el río Sogamoso.
El contrato de la Concesión de Mares se firmó en noviembre 28 de 1905 y fue aprobado por el Consejo de Ministros en 1906. Su duración se estableció por un periodo de 30 años, durante los cuales el gobierno obtendría un 15% de las ganancias, siempre y cuando las obras empezaran en menos de 18 meses, pues la Nación tenía afán por comenzar a lucrarse del potencial petrolero de la región (Vásquez, 1994, p. 100). Los trabajos iniciaron en el plazo estipulado, pero no así la explotación, que se prorrogó por las dificultades del terreno en varias ocasiones.
Hay que tener en cuenta que, por esa época, la actividad petrolera sufría de una serie de restricciones tecnológicas y de financiación, así que surgieron dos modelos de hacer negocios en ese sector: en el primero predominaba la refinación, mientras que en el segundo primaba la concesión de derechos sobre tierras baldías en donde se podría explorar y extraer petróleo. La Concesión de Mares fue de este último tipo, lo que no es un detalle menor, pues envuelve directamente lo que significa una economía de enclave, tanto en sus características como en sus motivaciones y consecuencias:

Los enclaves suelen definirse con la apropiada metáfora de que son “Estados dentro del Estado”, para referirse a que una compañía extranjera controla un vasto territorio en otro país, mediante la figura jurídica de las Concesiones. El Estado local le cede tanto territorialidad como soberanía, para que la empresa foránea haga “lo que se le venga en gana”, en materia económica, social, laboral y ambiental, sin que eso redunde en el desarrollo del mercado nacional, puesto que la compañía busca acabar rápido con los recursos, y no invierte ni siquiera parte de sus ganancias en la economía doméstica. Para ello, el enclave dispone de una “infraestructura de fuga”, es decir, que comunica la zona donde está el recurso con los ríos, mares y puertos que permitan transportar el producto hacia el mercado mundial.
Para los países dependientes, los enclaves tienen consecuencias negativas, por el deterioro ambiental, la destrucción de ecosistemas, la contaminación, y la explotación intensiva de los trabajadores locales, así como por la represión e intolerancia por parte de las compañías extranjeras.
Renán Vega y Luz Ángela Núñez, 2017.

Como mencionamos, estas dinámicas económicas se fundamentaron en la violencia el despojo, el saqueo, el asesinato y la rapiña de tierras, por lo que el petróleo comenzó su historia manchado de la sangre del pueblo Yariguí, exterminado para dar paso al progreso. El imaginario del desarrollo se iba imponiendo en la cuenca del Sogamoso, convirtiendo a la naturaleza en escenario, botín y víctima de la guerra.

El territorio de la cuenca del río Sogamoso continuaba siendo un escenario del conflicto, pues la Rebelión de los Comuneros influenció a otras guerrillas populares durante la Guerra de los Mil Días, la cual dividía al país en dos bandos políticos: conservadores y liberales. Estas guerrillas serían la Guerrilla de Betulia, la Guerrilla de la Niebla, la Guerrilla de Zapatoca, la Guerrilla de Simacota y la Guerrilla del Hatillo.