Historia capitulo 2

L

os Yariguíes fueron exterminados en su totalidad en la primera mitad del siglo XX y, de esa manera, colonos de todos los pelambres aprovecharon para apropiarse de tierras para el pastoreo, la adquisición de quinua, tagua y madera.
Efectivamente, ya no quedaban Yariguíes. Habían sido exterminados o despojados y expulsados. Desterrados por las norteamericanas, los últimos sobrevivientes, ancianos con harapos regalados deambulaban como mendigos en alguna aldea mestiza, raptados y cautivos, unos niños y niñas estaban al servicio de un párroco o en 'poder' de unas monjas. De ahí en adelante, los Yariguíes quedarían ausentes de los atlas de etnología colombiana.
Aprile-Gniset, 1997, citado en Roa, 2002.
En este punto de la historia es claro que el despojo de tierras y el asesinato de los indígenas tenía un objetivo específico: quedarse con el derecho de explotar los bienes naturales. Así, primero los colonos españoles, luego los explotadores petroleros y, en ambos casos el Estado que los respaldó, convirtieron a la naturaleza en botín de la guerra que crearon, en escenario de la violencia y en víctima al explotar los recursos. De fondo, quienes se beneficiaron, justificaron o ignoraron la violencia en la que se sustentó su riqueza, lo hicieron en nombre del desarrollo.

Sigilosamente y con un as bajo la manga, en 1916 se constituyó la corporación Tropical Oil Company, más conocida como La Troco, precursora de la explotación petrolera en Colombia. ¿Quiénes hicieron parte de esta gran compañía? el señor De Mares, los petroleros estadounidenses John Leonard, Mike Benedum y George Crawford, el senador de los Estados Unidos John Welter y otros poderosos extranjeros

En líneas generales, los privilegios de la Concesión de Mares se traspasaron a La Troco en 1919 La compañía sería adquirida unos meses después por la Standard Oil N.J. perteneciente al grupo empresarial de Rockefeller (Vega y Núñez, 2017, p. 3) a través de la International Petroleum Company de Canadá (Vásquez, 1994, pp. 100-106). , cuando el significativo potencial petrolero de la cuenca estaba más que comprobado, pero había ansiedad porque empezara a dar los rendimientos esperados. La preocupación del Estado colombiano por atraer la inversión extranjera sin miramientos, sin ningún tipo de consideración por la naturaleza y población local (en especial por los pueblos indígenas), era oficializar las ganancias de la rapiña y la violencia y legitimar la apropiación del botín. Lo importante es que de él quedaran al menos las migajas en manos del Gobierno y que quedaran pronto.

Desde 1876 también se proclamaba la construcción del tren y para el año 1911, sobre el territorio de Puerto Wilches, empezaba la prolongación de 20 km de su camino. El 9 de junio de 1926 se completó el primer pozo en La Cira-Infantas y a mediados del año empezó a operar un ferrocarril de 25 km entre Barrancabermeja y su corregimiento El Centro. Se pusieron en funcionamiento todas las dependencias de El Centro, talleres de mecánica y fundición, garaje, carpintería y un hospital, se instalaron cuatro turbogeneradores de vapor y cuatro calderas (Vásquez, 1994).
Ese mismo año fue inaugurado el oleoducto de 538 kilómetros entre el campo La Cira-Infantas y Cartagena y zarpó el primer barco con crudo colombiano hacia Estados Unidos (Ecopetrol S.A, 2014, p. 54). Al término de la construcción del oleoducto había 171 pozos activos y, para 1927, la producción petrolera alcanzaba los 40 mil barriles diarios.

En un principio el ferrocarril fue pensado únicamente para transportar el petróleo de una manera más eficiente y rápida, no para la comunidad. Pero pronto el tren, con su inigualable sonido, se volvió característico de la cuenca del río Sogamoso y, en contraste con las carreteras del momento, que eran lodazales muy difíciles de transitar, transportaba a la población campesina mejorando su calidad de vida, al tiempo que permitió una expansión del comercio en la región.
Se abrió también otra forma de economía a partir del turismo, público ideal para comerciantes que tenían sus puestos de alimentos y golosinas en cada estación que conectó el centro del país con la costa como nunca antes. Así como viajaba de un lado para otro llevando sonrisas y experiencias a sus habitantes, también llevaba los materiales de construcción de las siguientes vías para su cimentación. Entre más vías, más visita extranjera a estas tierras que, para principios del siglo XX, seguían siendo vistas como indómitas, “temperaturas hirvientes, aguaceros increíbles, tribus nativas nada amigables (…) sin facilidades de ninguna clase, ni en Barranca ni en Infantas, de vivienda para el hombre blanco, preocupados además por cómo se las arreglarían con los cazadores de cabezas de la región, las serpientes venenosas y las boas constrictoras” (Rovner Sáenz, 1994, pp. 7-8).
Mientras, seguía avanzando la industria petrolera, que enorgullecía a un país desinteresado en ver que los desechos generados de los materiales de construcción para las vías, instalaciones y pozos contaminaron las aguas de manera superficial y subterránea. Esto alteró el flujo natural del agua en ciénagas y riachuelos que, con la refinería de crudo en Barrancabermeja convirtió a la Ciénaga Miramar y el Caño Rosario en depósitos de residuos químicos.

La economía de enclave fue el eje para que las empresas petroleras, los grandes dueños de tierra y ganado, las palmeras y el Estado, siguieran tratando a la naturaleza como un botín y legalizándolo pronto con figuras como la de utilidad pública, que aparece en la Constitución de 1886, pero solo hasta 1905 se detalló realmente su aplicación. Esta figura corresponde a excepciones del derecho a la propiedad privada, sustentadas en la idea de la “pública necesidad legalmente comprobada” (Novoa, 2020, p. 26), derecho que es considerado inviolable cuando se trata de proteger a los propietarios, pero no a las comunidades. Esta categoría comenzó a usarse para facilitar la construcción de vías, pero pronto encontró una mejor vocación al amparar la industria petrolera que crecía en el país:

La exitosa producción de 2.000 barriles diarios de Las Infantas, hizo pensar en grande a la industria petrolera en el país, por lo que se emitió la Ley 120 de 1919, la cual estipuló en su artículo 9: “Declárase de utilidad pública la industria de explotación de hidrocarburos y la construcción de oleoductos”.
La Ley además mencionó que el concesionario podía tomar en arriendo entre 1.000 y 5.000 ha de baldíos de la nación, pero si los impuestos pagados eran superiores a 20 millones de pesos, podían tomar 100.000 ha (el doble del tamaño de la ciudad de Cali) sin importar si vivían campesinos allí.
Edwin Novoa, 2020.

Y es que, como hemos mencionado, la idea de tierras baldías implicaba ignorar que en ellas vivían campesinos o indígenas que tendrían que ser desplazados y despojados, lo que se reforzó con la posibilidad que se abrió en 1937 para expropiar a la gente que estuviera en zonas declaradas de utilidad pública a favor de la industria petrolera y del sistema vial. Esta figura que legalizó a la naturaleza como botín de la violencia es profundamente cuestionable, por cuanto se fundamenta en razones que pueden ser claramente ideológicas, cuya declaratoria adolece de criterios claros y que, en lugar de proteger el interés general por el que se asume que se proclama, termina por favorecer intereses muy particulares.
El buen vivir al que estaban acostumbrados las comunidades del territorio se desdibujaba en los avances del desarrollo, ya que «el río y las ciénagas se convirtieron en un vertedero de desechos y, sin importar el papel que jugaba para las comunidades allí asentadas, pasó a ser, más que una fuente de vida y comida, un renglón de la economía energética y extractiva del país», pasó a ser un territorio que moría cada día más.
“El tiempo en el río era permanente y comíamos pescado tres, cuatro meses al año, teníamos pescado permanente en la casa y ya no tenerlo y ver a mi papá con seis atarrayas colgadas en la casa, con sus cuadros de nostalgia y depresión no poder ya dedicarse a esa actividad que venía desarrollando desde que estaba pequeño y que pasaba de padres a hijos, es muy duro.”
En consecuencia, estas serían las primeras generaciones de obreros explotados por lo menos durante 40 años del siglo XX. Su forma de resistir se evidenció en el momento que decidieron ocupar predios para crear sus propias parcelas que les permitiera obtener ingresos adicionales y así, intentar llevar una mejor calidad de vida.

Las pisadas destructoras del desarrollo se afirmaban con vigor en el país, al punto en el que, en 1949, ya había 1.854 pozos petroleros en Colombia, 1.373 de ellos correspondientes a la Concesión de Mares que representaban el 77% de la producción nacional y el 9% de la extracción mundial. El florecimiento de la industria contrastaba con las grandes afectaciones que engendraba, como la fuerte contaminación de los territorios y las aguas, la transformación de los usos del suelo (y por tanto la vida de la naturaleza y las comunidades ribereñas como parte de ella), la modificación de los hábitats de las especies, entre otros impactos.
Adicionalmente, las afectaciones en el agua como en las ciénagas, generó mortandades de peces, lo que comenzó a significar la pérdida de la autonomía económica de la comunidad ribereña derivada de las actividades productivas propias de la región. Este ha sido un proceso de descampesinización en el que los campesinos y pescadores se ven obligados a cambiar sus formas de vida, dejando atrás su identidad para tratar de adaptarse a estos nuevos cambios que les impone el modelo del desarrollo.

“...el pescado comenzó a escasear al asentarse la industria extractiva en la región. Mientras se explotaba petróleo, los pescados empezaban a mermar y las aguas de las ciénagas y el río Sogamoso se contaminaban. El río y las ciénagas se convirtieron en un vertedero de desechos y, sin importar el papel que jugaba para las comunidades allí asentadas, pasó a ser, más que una fuente de vida y comida, un renglón de la economía energética y extractiva del país”.


Tatiana Roa y Bibiana Duarte, 2012.

El buen vivir basado en la abundancia a la que las comunidades ribereñas estaban acostumbradas se desdibujaba con los avances del desarrollo, lo que dio lugar a las primeras generaciones de obreros explotados por lo menos durante 40 años del siglo XX, quienes, pese a ser la base de la industria, también han sido objeto de señalamiento y estigmatización. Esto no ha sido un hecho fortuito, por el contrario, ha sido la estrategia de persecución y victimización privilegiada como eje para la implantación de proyectos extractivos en el territorio.
Se trata de una eliminación simbólica y física de quienes se oponen a megaproyectos de desarrollo, mediante la construcción de discursos justificatorios de la violencia ambiental y armada. Primero se construyó el imaginario de los Yariguíes como salvajes que solo eran obstáculos para el progreso, con el fin de legitimar su exterminio, de los campesinos como rebeldes y ahora, de los sindicalistas como insurgentes. A partir de este prejuicio, se ha atacado a los trabajadores organizados de la industria que han cuestionado a las empresas y al Estado, permisivo con ellas, haciendo de este territorio escenario de huelgas, protestas y luchas. La respuesta para estos indeseables ha sido la eliminación física o simbólica, como ocurrió en el caso de José Calixto Mesa, castigado por organizar una huelga contra La Troco en 1926. Sin derecho a apelación, fue desterrado de Santander durante 6 meses
La lucha obrera también ha tenido momentos de mezcla con la lucha armada, así que en 1929 surgió un movimiento guerrillero de ideología socialista conocido como la Insurrección de los Bolcheviques en San Vicente de Chucurí que, influenciado por Partido Socialista Revolucionario, planteaba la idea de una nueva Colombia a partir de reivindicaciones sociales para el pueblo. Más adelante, esa insurrección fue influencia para las guerrillas liberales como la de Rafael Rangel en las provincias de Chucurí y Carare-Opón, así como años después la conformación del ELN.

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En pocas palabras, las dimensiones de este hecho marcaría un orden y control político del pueblo en Barrancabermeja, a diferencia del caos que se vivía en el resto del país donde se tomaron represalias contra los «godos», es decir los conservadores.
Cuando en 1948 se dejó de escuchar la voz de quien proclamaba “No soy un hombre, soy un pueblo”, el impacto también se sintió en la región, para entonces de mayoría liberal. Fue una noticia que llegó como un disparo directo a la esperanza, que en la cuenca, particularmente en Barrancabermeja, incidió en la consolidación de un poder popular que controló la ciudad y evitó un escenario de violencia en la zona. Esta fue la llamada Junta Revolucionaria que funcionaba como una forma de gobierno y cuyo ejemplo fue seguido por los liberales de San Vicente de Chucurí, que también conformaron su propia Junta.
En medio de la ola de confusión y desorden que se vivía en el país, Barrancabermeja estuvo bajo las órdenes de esta Junta Revolucionaria que nombró a Rafael Rangel Gómez como alcalde popular. No era una orden impuesta, al contrario, fue un consenso para evitar una respuesta violenta como la vivida en Bogotá. El pueblo confiaba en esta Junta, en este alcalde y en las milicias populares que asumieron por su cuenta la defensa de la población y de las instalaciones petroleras.
El surgimiento de este poder popular fuerte y con apoyo social asustaba al Gobierno Nacional, que hizo unos acuerdos sin ninguna disposición de hacerlos realidad:

La negociación fue que no habría represalias para nadie y que mantenían un alcalde liberal en Barranca, que iba a haber una especie de Frente Nacional, una especie de paridad política, ese fue el compromiso (...). Pero eso no se cumplió, eso a los cuatro meses empezaron ya pues las represalias. Y de hecho todos, absolutamente todos los que participamos en la revolución nos tuvimos que venir de la empresa, porque si nos quedábamos nos mataban y los que se quedaron los mataron.


Entrevista a Roberto Sánchez en Alejo Vargas, 1989.

Además de la persecución, no se respetó el nombramiento popular de alcaldes, y por el contrario, se nombraron alcaldes militares y conservadores (Pedro Rueda en el caso de San Vicente), se persiguió a Rafael Rangel y demás alcaldes populares, y se constituyeron Consejos Verbales de Guerra (Vargas, 1989, p. 38). Como resultado, Rangel formó una guerrilla que llevaría su nombre.
Con las armas tomadas por parte y parte, se desató una gran temporada de violencia llena de represión y persecución a dirigentes liberales en el Magdalena Medio santandereano, que dejó a Santander como uno de los departamentos más afectados por el conflicto bipartidista en Colombia. A raíz de los hechos de La Violencia, más terrenos fueron tomados por gente que huía de las balas en busca de nuevas oportunidades. Esto transformó la propiedad agraria y el uso de los suelos en zonas rurales.

En 1935 se organizó la tercera huelga, con reivindicaciones similares a las de la década de 1920, que fue declarada ilegal y contó con una masiva participación de los habitantes del puerto. Las “muchachas del barrio” sostuvieron la huelga con sus aportes económicos y su campaña de recolección de dinero para los trabajadores. Al final, la huelga concluyó con un sabor agridulce, puesto que no se alcanzaron las reivindicaciones propuestas y La Troco expulsó a los principales dirigentes.

Fuente: El Tiempo, jueves 21 de noviembre de 1935, p. 8

A la par de estos hechos que marcarían el comienzo de La Violencia en la cuenca, en 1938 la Unión Sindical Obrera (USO) organizó su tercera huelga por una mejora salarial y la creación de contratos colectivos de trabajo. La respuesta de La Troco y la fuerza pública fue declararla ilegal y expulsar del departamento a sus principales líderes, actitud que mantendrían a lo largo de la historia profundizando una relación de conflicto entre trabajadores, empresarios y fuerza pública. Nuevamente, en 1946 el triunfo de un presidente conservador hizo que estallara otra huelga. Esta vez la protesta no era solo contra La Troco sino contra todas las empresas petroleras del país, con el fin de que se creara un estatuto laboral para regular las relaciones entre las empresas extranjeras y los trabajadores colombianos.
La huelga logró un avance y sirvió para que se iniciara el debate político sobre la nacionalización de los hidrocarburos. Sería tan importante esta huelga en la historia nacional que gracias a ella se revirtió la Concesión de Mares, sacó a la Tropical Oil Company del país y esa explotación petrolera pasó a manos de la Nación, convertida en Ecopetrol. Así se consolida la presencia del Estado en esta zona del país a través del extractivismo y de las armas para reprimir, proteger y respaldar a las empresas explotadoras, más no para garantizar los derechos de las comunidades ribereñas.
Este accionar estatal ha marcado las relaciones de los pobladores con el Estado, entendiéndolo como un actor ausente, que se asoma de manera represiva e intermitente, y que excluye a gran parte de la región a su paso. En respuesta a ello, los pobladores van asumiendo una tradición disidente o radical (Archila, 1986).